EDIFICIOS DE
AGONÍA
El tiempo no deja
de seguirme por el laberinto que han creado mis palabras, e inevitablemente,
siempre encuentra la salida para escapar de mí.
Las tardes se hacen
más cortas y los días se esfuman como el humo de una locomotora en marcha, y se
pierden entre el movimiento del aire en una tarde gris que anuncia tormenta.
Los monstruos y las
agonizantes gárgolas de piedra de mi mente cobran vida y se diluyen en el
reflejo de las lágrimas que brotan de tus ojos, deslizándose lentamente y
acariciando tus mejillas hasta morir extendidas en la yema de mis dedos. Saltan
al vacío y nacen alas de oscuras plumas de su espalda y se marchan dejando las
columnas del edificio de mi alma desprotegido ante los años.
Así, los segundos
me alcanzan y arrugan la superficie de mi papel, agrietando las escaleras de mi
edificio y tornándolas en un ambiente antiguo y fantasmal. Las ventanas se
cubren de la mezquina niebla que inunda mis pupilas y las hace naufragar entre
un desesperante llanto.
La hiedra asciende
por los recovecos en las paredes y envuelve al paisaje en un abrigo invernal y
misterioso. Las sombras impactan contra las esquinas y la oscuridad se dispersa
como gotas de pintura sobre la piel, como los besos que reparten mis labios en
tu cuello, como las gotas de lluvia estallando al rozar el suelo, como la
música rompiendo la membrana de los altavoces hasta propagarse con el aire.
Los años se esfuman
como hilos de tinta huyendo entre las partículas de agua, y se expanden por la
base del tarro de cristal, tomando una estructura redondeada y similar al humo
desprendido por la erupción de un volcán o una explosión nuclear.
Mis edificios de
agonía se derrumban y bloquean mis cuerdas vocales, impidiendo el paso a mis
gritos de socorro. Los ladrillos se desploman inertes y calcinados, como El Muro
de Waters, impasible ante la melodía de su guitarra de ocho cuerdas. Las
cenizas que liberan los escombros se ciernen a mis pulmones y me privan de la
respiración, ahogándome en un sofocante naufragio de mis sentidos.
La niebla inunda
mis pupilas, como el vapor de agua en los cristales en invierno, y la escarcha
tapona mi campo de visión, arrojándome a una pesadilla de la que no podré
despertar.
Una pesadilla en la
que mis palabras llegan hasta a ti, y se cuelan entre los reflejos de tus ojos,
hasta morir disueltas en tu mente.