viernes, 11 de octubre de 2013

"Eudaimonía."

El sonido que reproduce la tiza al impactar contra la emborronada pizarra me enerva, sacándome del vacío de mis pensamientos.
Lo que antes era un eco lejano, ahora se torna claro y voluminoso, permitiendo a mis oídos captar cada una de las palabras que ella vocaliza.
Consigo distinguir algún que otro verbo griego de difícil pronunciación y hermosa, a la vez de complicada escritura; antes de perder la vista en un punto fijo más allá de los edificios bañados por la tenue luz del Sol. Los rayos se cuelan entre las lúgubres nubes tormentosas que se aproximan, dejando ver las pequeñas chispas de agua que caen incesantemente, volviendo el fondo borroso a los ojos.
Mientras esto toma suceso en el exterior, apunto el temario con la desgana propia de una segunda hora de clase, y mi vista vuelve a levantarse hasta alcanzar la línea que separa las claras nubes de las grises.
De pronto, el viento se decide a soplar, descubriendo el Sol por completo y posicionando los muros de ladrillo bajo una auténtica descarga de gotas de lluvia precipitándose violentamente y estallando como fuegos artificiales, al finalizar su trayecto en el suelo.
Experimento la dulce sensación de observar las grandes gotas a contraluz, mezclándose con el contraste de colores que ofrece el paisaje: el verde de los árboles, la escala de grises de los edificios o el brillo de los faros de los coches al pasar, difuminando la autovía.
Mis ojos siguen a cada una de ellas hasta perderse bajo la perspectiva del borde de la ventana, parecido a viajar en autobús recostado en el asiento viendo las cosas pasar a toda velocidad, siguiéndolas con la vista hasta que desaparecen.

Las nubes cubren los recovecos del suelo con un manto de agua cristalina, que se expande como tus pupilas azabache por el color miel de tus ojos.
El timbre de los gritos de los niños y el pitido de los cláxones de los coches se eleva conforme la lluvia calma su ritmo al caer.
Mi mente se dispersa y vuelve a adentrarse en la órbita de las agujas del reloj, aún con el aroma a tierra mojada a las puertas de mis fosas nasales.
El eco se ensordece y miro directamente sus labios, recubiertos levemente de una ligera capa de polvo blanco, al mismo tiempo que pronuncian una palabra y, acto seguido, la tiza vuelve a impactar en la pizarra para escribirla.

En este momento siento una gran satisfacción por el día. Por un día en el que nada diferente ha creado algo distinto y especial. Un momento en el que me envuelve la "Eudaimonía" que acaba de escribir en la pizarra para analizarla sintácticamente.

Algo tan distinto y especial,
como la felicidad.

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