domingo, 12 de enero de 2014

LA NIÑA DE MIS OJOS.

Los suaves acordes de jazz acariciaban el ambiente, perfumado por el suave sopor de una niña inmersa en la tranquilidad de su pequeño libro. El sofá, de piel granate y desgastada, le sostenía cómodamente como si tuviese la sensación de que la pequeña iba a resbalar y romperse de un momento a otro.

Ella se mostraba tranquila, sin ninguna prisa por pasar la hoja, con gesto impasible a todo lo que pudiera suceder.

Ella era la niña de mis ojos. La inquieta aliada de mis tardes a solas, la que me cogía de la mano para ir a pasear mientras pisábamos el manto de hojas secas en otoño y la nieve derretida en primavera... y luego me soltaba. Me soltaba y yo echaba a correr tras ella, mientras se escapaba en todas las direcciones y se escondía de mí para que la buscase. La que se dejaba abrazar con ternura y reía contigo... y la que volvía a escapar de entre tus brazos y te hacía llorar.

Ella era la niña que más facilidad tiene para hacerse querer. Ella era mi vida. Me llevaba hasta la orilla más cercana del mar de su sonrisa y me hacía prometerle que jamás la soltaría... y yo lo hacía. Me dejaba arrastrar hasta lo hondo, aún advirtiendo la profundidad, sabiendo que no iba a soltarla. Y entonces ella me soltaba a mí, y yo la buscaba atemorizada. La buscaba por el rastro de la espuma de las olas y debajo de las piedras del acantilado. La buscaba bajo el mar, esperanzada de encontrarla buscando pequeñas conchas y ermitaños despistados... pero no la encontraba, y salía resignada de aquel océano, pensando que me la había arrebatado para siempre, cuando de pronto me llamaba. Y allí estaba ella, tras un pequeño castillo de arena decorado con las conchas que había encontrado bajo los senderos de polvo que dejaban las olas al pasar. Me decía que cesase de llorar cuando al fin acudía a mi encuentro, me besaba los ojos con sus labios fríos y salados por el agua de mar y me volvía a coger de la mano para ir a casa... pero al llegar ella volvía a irse.

Se iba cerrando la puerta tras de sí con dos vueltas de llave y la dejaba puesta para no darme la posibilidad de salir de allí... y yo sollozaba en mi silencio. La echaba de menos. Quería compartir con ella todos los segundos de mi vida y hacerle ver que la amaba. Vagaba arrastrando mi alma por los rincones de la estancia, clamando su nombre entre lágrimas y deseando volver a sentir su abrazo y su perfume de nuevo. Suplicaba que volviese junto a mí, a besarme por las noches y hacerme reír antes de caer en los sueños más hermosos del mundo... pero aquella noche dormí sola. Dormí bajo las sábanas más frías que mi piel jamás acarició y naufragué por los sueños más horribles que mi mente pudo ver.

Pero cuando me desperté y bajé al salón ella estaba allí otra vez. Con su pequeño libro antiguo y sus rizos negros cayendo por la tez clara de su rostro.

Ella estaba en ese sofá granate que la sostenía como si fuese a resbalar y romperse en cualquier momento, con su mismo gesto impasible a las palabras que hallaban sus ojos de café en aquel relato.
Entonces corrí a abrazarla y la cubrí de los besos más sinceros que nunca pude dar a nadie, y sus pequeños brazos me acogieron como una madre que vuelve a abrazar a su hija pequeña tras haberla perdido en un despiste.

Y me hizo sentir viva otra vez, que todo volvía a cobrar sentido y que las agujas volvían a moverse a nuestro favor.

Me enseñó que debía de marchar en busca de algo con lo que entretenerse... pero que después siempre volvía. Que quizás algunas noches debía dormir sola, pero otras me abrazaría hasta que cayese rendida ante los sueños.


Ella me enseñó su corazón... y me hizo feliz.


Feliz como despertarse y encontrar a la pequeña niña de mis ojos de vuelta en el sofá, con su pequeño libro y los suaves acordes de jazz acariciando el ambiente...

No hay comentarios:

Publicar un comentario