LA NIÑA DE MIS
OJOS.
Los suaves acordes
de jazz acariciaban el ambiente, perfumado por el suave sopor de una niña
inmersa en la tranquilidad de su pequeño libro. El sofá, de piel granate y
desgastada, le sostenía cómodamente como si tuviese la sensación de que la
pequeña iba a resbalar y romperse de un momento a otro.
Ella se mostraba
tranquila, sin ninguna prisa por pasar la hoja, con gesto impasible a todo lo
que pudiera suceder.
Ella era la niña de
mis ojos. La inquieta aliada de mis tardes a solas, la que me cogía de la mano
para ir a pasear mientras pisábamos el manto de hojas secas en otoño y la nieve
derretida en primavera... y luego me soltaba. Me soltaba y yo echaba a correr
tras ella, mientras se escapaba en todas las direcciones y se escondía de mí
para que la buscase. La que se dejaba abrazar con ternura y reía contigo... y
la que volvía a escapar de entre tus brazos y te hacía llorar.
Ella era la niña
que más facilidad tiene para hacerse querer. Ella era mi vida. Me llevaba hasta
la orilla más cercana del mar de su sonrisa y me hacía prometerle que jamás la
soltaría... y yo lo hacía. Me dejaba arrastrar hasta lo hondo, aún advirtiendo
la profundidad, sabiendo que no iba a soltarla. Y entonces ella me soltaba a
mí, y yo la buscaba atemorizada. La buscaba por el rastro de la espuma de las
olas y debajo de las piedras del acantilado. La buscaba bajo el mar,
esperanzada de encontrarla buscando pequeñas conchas y ermitaños despistados...
pero no la encontraba, y salía resignada de aquel océano, pensando que me la
había arrebatado para siempre, cuando de pronto me llamaba. Y allí estaba ella,
tras un pequeño castillo de arena decorado con las conchas que había encontrado
bajo los senderos de polvo que dejaban las olas al pasar. Me decía que cesase
de llorar cuando al fin acudía a mi encuentro, me besaba los ojos con sus
labios fríos y salados por el agua de mar y me volvía a coger de la mano para
ir a casa... pero al llegar ella volvía a irse.
Se iba cerrando la
puerta tras de sí con dos vueltas de llave y la dejaba puesta para no darme la
posibilidad de salir de allí... y yo sollozaba en mi silencio. La echaba de
menos. Quería compartir con ella todos los segundos de mi vida y hacerle ver
que la amaba. Vagaba arrastrando mi alma por los rincones de la estancia,
clamando su nombre entre lágrimas y deseando volver a sentir su abrazo y su
perfume de nuevo. Suplicaba que volviese junto a mí, a besarme por las noches y
hacerme reír antes de caer en los sueños más hermosos del mundo... pero aquella
noche dormí sola. Dormí bajo las sábanas más frías que mi piel jamás acarició y
naufragué por los sueños más horribles que mi mente pudo ver.
Pero cuando me
desperté y bajé al salón ella estaba allí otra vez. Con su pequeño libro
antiguo y sus rizos negros cayendo por la tez clara de su rostro.
Ella estaba en ese
sofá granate que la sostenía como si fuese a resbalar y romperse en cualquier
momento, con su mismo gesto impasible a las palabras que hallaban sus ojos de
café en aquel relato.
Entonces corrí a
abrazarla y la cubrí de los besos más sinceros que nunca pude dar a nadie, y
sus pequeños brazos me acogieron como una madre que vuelve a abrazar a su hija
pequeña tras haberla perdido en un despiste.
Y me hizo sentir
viva otra vez, que todo volvía a cobrar sentido y que las agujas volvían a
moverse a nuestro favor.
Me enseñó que debía
de marchar en busca de algo con lo que entretenerse... pero que después siempre
volvía. Que quizás algunas noches debía dormir sola, pero otras me abrazaría
hasta que cayese rendida ante los sueños.
Ella me enseñó su
corazón... y me hizo feliz.
Feliz como
despertarse y encontrar a la pequeña niña de mis ojos de vuelta en el sofá, con
su pequeño libro y los suaves acordes de jazz acariciando el ambiente...
No hay comentarios:
Publicar un comentario